Los efectos del COVID-19 sobre las mujeres y las niñas
RESUMEN
La pandemia del COVID-19, que ha causado una profunda conmoción en nuestras economías y sociedades, ha subrayado la dependencia que la sociedad tiene de las mujeres, tanto en primera línea como en el hogar, al tiempo que ha puesto de manifiesto las desigualdades estructurales en todos los ámbitos, ya sea el económico, el sanitario, o la seguridad y la protección social. En tiempos de crisis, cuando los recursos escasean y la capacidad institucional se ve limitada, las mujeres y las niñas se enfrentan a repercusiones desproporcionadas con consecuencias de gran alcance que no hacen más que agravarse en contextos de fragilidad, conflicto y emergencia. Los avances logrados con gran esfuerzo en materia de derechos de las mujeres también se encuentran amenazados. Responder a la pandemia no sólo requiere rectificar desigualdades históricas, sino también construir un mundo resiliente para el interés de todas las personas, con las mujeres como sujeto de recuperación. Descubra los diferentes efectos que se exponen a continuación y responda al cuestionario para poner a prueba sus conocimientos. Para obtener más información sobre este tema, visite la página web dedicada de ONU Mujeres —con noticias, recursos y demás información— y conozca cuál es nuestra respuesta.
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Última actualización de página el 19 de mayo de 2020
Violencia contra las mujeres
Las presiones sociales y económicas, combinadas con las restricciones de movimiento y los hogares precarios, están provocando un aumento de la violencia de género. Antes de la pandemia, se calculaba que una de cada tres mujeres sufriría violencia a lo largo de su vida; una violación de los derechos humanos que también conlleva un costo económico de 1,5 billones de dólares. Muchas de estas mujeres están ahora atrapadas en casa con sus maltratadores y corren un mayor riesgo de sufrir otras formas de violencia, debido a que los sistemas de asistencia sanitaria están sobrecargados y los servicios de justicia interrumpidos tienen problemas para responder. Con la aplicación de restricciones al movimiento y un uso acentuado del internet, la violencia contra las mujeres y niñas en línea puede aumentar en las salas de chat y plataformas de juego, entre otras. Las mujeres —especialmente las trabajadoras informales y esenciales, como doctoras, enfermeras y vendedoras ambulantes— padecen un riesgo elevado de sufrir violencia al moverse por espacios públicos urbanos o rurales desocupados y al usar servicios de transporte vacíos durante el confinamiento. Es probable que los efectos económicos de la pandemia aumenten la explotación sexual y el matrimonio infantil, lo que deja a mujeres y niñas de economías frágiles y contextos de personas refugiadas en situaciones especialmente vulnerables. En abril, el Secretario General de la ONU, António Guterres, pidió el fin de todas las formas de violencia en todas partes, desde las zonas en guerra hasta los hogares, y que se centraran los esfuerzos en acabar con la pandemia.
Los datos emergentes muestran una tendencia muy preocupante: el COVID-19 está causando un repunte de la violencia doméstica que se ve agravado por las presiones de seguridad, sanitarias y económicas, las restricciones de movimiento, los hogares abarrotados y la reducción de la ayuda mutua. En una serie de países, las denuncias y llamadas de emergencia relacionadas con la violencia doméstica se han disparado un 25% desde que se decretaran las medidas de distanciamiento social. Además, es probable que esta cifra sólo refleje los peores casos. Antes de la pandemia, menos del 40% de mujeres que experimentaron violencia buscaron ayuda de algún tipo. En la actualidad, las restricciones de movimiento y la cuarentena han contribuido aún más a aislar de sus familiares, amistades y demás redes de apoyo a muchas mujeres que están atrapadas con sus maltratadores. Asimismo, el cierre de negocios no esenciales ha impedido que el trabajo ofrezca alivio a muchas sobrevivientes y ha aumentado la inseguridad económica que les dificulta aún más dejar a sus maltratadores. Los servicios sociales, sanitarios, judiciales y policiales desbordados tienen problemas para responder a las mujeres que consiguen comunicar su situación, puesto que los recursos se han desviado a la lucha contra la pandemia. Sobre la base de un llamado al alto el fuego inmediato a escala mundial, el Secretario General de la ONU, António Guterres, pidió en abril de 2020 el fin de todas las formas de violencia en todas partes, desde el campo de batalla hasta los hogares, e instó a los Gobiernos a abordar el «estremecedor repunte mundial de la violencia doméstica» mediante medidas de prevención y recurso en los planes de respuesta nacional.
La pandemia es un recordatorio de la contribución esencial que realizan las mujeres a todos los niveles. Como profesionales sanitarias, voluntarias comunitarias, gestoras logísticas y de transporte, científicas, doctoras, desarrolladoras de vacunas, etc., las mujeres se encuentran en primera línea de respuesta ante el COVID-19. A nivel mundial, las mujeres conforman el 70% del personal sanitario, en particular como enfermeras, matronas y trabajadoras sanitarias comunitarias, y representan la mayoría del personal de servicio de las instalaciones sanitarias como limpiadoras, lavanderas y proveedoras de comida. A pesar de estas cifras, las mujeres no suelen tenerse en consideración en la toma de decisiones a nivel mundial o nacional para la respuesta al COVID-19. Asimismo, el salario de las mujeres sigue siendo menor que el de sus homólogos masculinos y ocupan menos puestos de liderazgo en el sector sanitario. El diseño y el tamaño de las mascarillas y demás equipo de protección están pensados para hombres, lo que hace que las mujeres sufran un mayor riesgo de exposición. Se deben priorizar las necesidades de las trabajadoras de primera línea. Esto supone garantizar que las trabajadoras sanitarias y las cuidadoras tengan acceso a equipo de protección individual dirigido a mujeres y a productos de higiene menstrual, así como que dispongan de acuerdos de trabajo flexible para equilibrar la carga de los cuidados.
El saneamiento y la higiene de manos es un elemento crítico para prevenir la expansión del COVID-19. A pesar de ello, 3.000 millones de personas, o el 40% de la población mundial, no disponen de instalaciones de lavado de manos con agua y jabón en casa, según los últimos cálculos mundiales de la OMS y UNICEF. La población en situación de extrema pobreza —689,4 millones, de los cuales más de la mitad son mujeres y niñas— que vive con menos de 1,90 dólares estadounidenses al día, las personas desplazadas y las personas refugiadas de todo el mundo se encuentran en una situación de alto riesgo inminente. Las mujeres y las niñas, las cuales ya sufrían antes de la crisis las consecuencias en términos de seguridad y salud de una gestión de su salud reproductiva y sexual e higiene menstrual que no les facilitaba el acceso a agua limpia y baños privados, corren un especial peligro. La sobrecarga de los sistemas sanitarios y la reasignación de los recursos para responder a la pandemia pueden dificultar aún más la prestación de los servicios sanitarios exclusivos para el bienestar de las mujeres y las niñas. Esto incluye la asistencia sanitaria posnatal y prenatal, el acceso a servicios sanitarios reproductivos y sexuales de calidad, y la asistencia vital y el apoyo dirigidos a sobrevivientes de la violencia de género. Los efectos sanitarios pueden ser catastróficos, especialmente en comunidades rurales, marginadas y con niveles bajos de alfabetización, en las que es menos probable que las mujeres accedan a medicamentos básicos, cobertura de seguro o servicios sanitarios de calidad y accesibles desde el punto de vista cultural. Antes de la pandemia, alrededor de 810 mujeres morían cada día por causas evitables relacionadas con el embarazo y el parto —el 94% de estas muertes ocurrió en países de ingresos bajos y medios-bajos—. Otras pandemias han mostrado mayores tasas de morbilidad y mortalidad materna, de embarazos adolescentes y de casos de VIH y demás enfermedades de transmisión sexual. Las diferentes desigualdades interrelacionadas, como el estado socioeconómico, la etnia, el estado, la discapacidad, la edad, la raza, la ubicación geográfica y la orientación sexual, entre otras, pueden amplificar aún más estos efectos.
Cuando estalla una crisis, las mujeres y las niñas sufren más los efectos económicos. En todo el mundo, y por lo general, las mujeres ganan y ahorran menos, representan la mayor parte de los hogares monoparentales y ocupan de manera desproporcionada puestos de trabajo más inseguros en la economía informal o el sector de servicios, con menos acceso a protecciones sociales. Esto provoca que tengan menos capacidad de hacer frente a desastres económicos que los hombres. Para muchas familias, el cierre de los colegios y las medidas de distanciamiento social han aumentado la carga de trabajo doméstico y de cuidados no remunerado que llevan a cabo las mujeres en el hogar, lo que les dificulta asumir trabajos remunerados o mantener el equilibrio entre ambas ocupaciones. La situación empeora en economías en desarrollo, en las que una proporción mayor de personas tienen empleos en la economía informal que ofrecen muchas menos protecciones sociales, como seguro sanitario, bajas por enfermedad pagadas, etc. Si bien a nivel mundial el empleo informal es una fuente de trabajo mayor para los hombres (el 63%) que para las mujeres (el 58%), en países con ingresos bajos y medios-bajos existe una mayor proporción de mujeres que de hombres que trabajan en la economía informal. En África subsahariana, por ejemplo, alrededor del 92% de las mujeres empleadas trabajan en la economía informal, en comparación con el 86% de los hombres. Es probable que la pandemia provoque una prolongada caída de los ingresos y la participación de las mujeres en la población activa. Según los cálculos de la OIT, el desempleo a nivel mundial aumentará entre los 5,3 millones (escenario «bajo») y los 24,7 millones (escenario «alto») a partir de un nivel base de 188 millones en 2019, como resultado del efecto del COVID-19 en el crecimiento del PIB mundial. En comparación, el desempleo a nivel mundial incrementó 22 millones durante la crisis financiera mundial de 2008 y 2009. Las trabajadoras informales, migrantes, jóvenes y las personas más pobres del mundo, entre otros grupos vulnerables, son más susceptibles a los despidos y las reducciones de plantilla. Por ejemplo, según los resultados de la encuesta de ONU Mujeres de Asia y el Pacífico, las mujeres pierden sus medios de vida más rápido que los hombres y tienen menos alternativas para generar ingresos. Asimismo, en EE. UU., el desempleo de los hombres creció de los 3,55 millones en febrero hasta los 11 millones en abril de 2020, al tiempo que el desempleo de las mujeres —que era inferior al de los hombres en momentos anteriores a la crisis— creció de los 2,7 millones a los 11,5 millones durante el mismo período, de acuerdo con la Oficina de Estadísticas Laborales de EE. UU. El panorama es aún más desolador para las mujeres y los hombres jóvenes de entre 16 y 19 años, cuya tasa de desempleo pasó del 11,5% en febrero al 32,2% en abril.
Las economías del mundo y el mantenimiento de nuestras vidas diarias se basan en el trabajo invisible y no remunerado de mujeres y niñas. Antes de que comenzara la crisis, las mujeres realizaban casi el triple de trabajo doméstico y asistencial sin remuneración que los hombres. Las medidas de distanciamiento social, el cierre de los colegios y los sistemas sanitarios sobrecargados han supuesto una mayor demanda de las mujeres y niñas para cubrir las necesidades básicas de supervivencia de la familia y el cuidado de personas enfermas o de avanzada edad. Con más de 1.500 millones de estudiantes en casa en marzo de 2020, debido a la pandemia, las normas de género existentes han hecho que la demanda creciente de trabajo doméstico y cuidado infantil sin remuneración recaiga en las mujeres. Esto limita su capacidad de llevar a cabo trabajo remunerado, especialmente cuando este no se puede llevar a cabo de manera remota. La falta de apoyo para el cuidado infantil es especialmente problemática para las trabajadoras esenciales y las madres sin pareja que tienen responsabilidades de cuidado. Es probable que las normas sociales discriminatorias aumenten la carga de trabajo no remunerado relacionado con el COVID-19 de niñas y adolescentes, especialmente de aquellas que viven en situación de pobreza o en lugares aislados y rurales. Las pruebas de pandemias anteriores muestran que las niñas adolescentes corren un especial riesgo de dejar los estudios y no regresar al colegio incluso después del final de la crisis. El trabajo de cuidados no remunerado de las mujeres se reconoce desde hace tiempo como impulsor de desigualdades con relación directa con la desigualdad salarial, unos ingresos más bajos y factores estresantes de salud mental y física. A medida que los países reconstruyen las economías, la crisis puede ofrecer la oportunidad de reconocer, reducir y redistribuir el trabajo de cuidados no remunerado de una vez por todas.
Las personas jóvenes unen fuerzas a todos los niveles para combatir la pandemia del COVID-19, ya sea mediante la organización de campañas de concienciación, el apoyo voluntario a personas mayores, el trabajo en primera línea, etc. Sin embargo, especialmente las mujeres jóvenes y las personas indígenas, migrantes y refugiadas sufren unos efectos sanitarios y socioeconómicos agravados y un mayor riesgo de convertirse en víctimas de la violencia de género debido a las restricciones de movimiento, la discriminación y demás causas. El cierre de los colegios y los sistemas sanitarios desbordados tendrán también efectos graves sobre las mujeres jóvenes y las niñas. A finales de marzo de 2020, la UNESCO calculó que el 89% de la población estudiantil del mundo dejó de asistir a los colegios o las universidades debido a los cierres provocados por el COVID-19, lo que ha obligado cursar los estudios en línea y ha dejado a una gran parte de la población en una enorme desventaja por vivir en entornos sin internet o con pocos recursos tecnológicos. Existen más probabilidades de que se saque primero del colegio a las mujeres jóvenes y niñas que viven en situación de pobreza, con discapacidad o en lugares rurales aislados para compensar la creciente cantidad de trabajo doméstico y de cuidados en el hogar. Asimismo, son más susceptibles al matrimonio infantil y demás formas de violencia debido a que las familias buscan maneras de mitigar las cargas económicas. Por otro lado, el desempleo también afectará más gravemente a las personas jóvenes: tras la recesión económica de 2008, las tasas de desempleo juvenil fueron significativamente más altas en muchos lugares en comparación con los promedios generales, y es probable que la reciente expansión de la economía bajo demanda aumente esta desigualdad. Antes de que comenzara la pandemia, ya existía una tendencia al alza del número de personas jóvenes sin empleo, educación o formación (NEET, por sus siglas en inglés). De los 267 millones de jóvenes clasificados mundialmente como NEET (personas que no trabajan, estudian ni reciben capacitación), dos tercios (o 181 millones) son mujeres jóvenes.
A medida que se extiende el COVID-19, existe la urgente necesidad de detener los conflictos. Sobre la base de un llamado al alto el fuego inmediato a escala global, el Secretario General de la ONU, António Guterres, pidió en abril de 2020 el fin de todas las formas de violencia en todas partes, desde las zonas de guerra hasta los hogares, para centrar los esfuerzos en acabar con la pandemia. Los conflictos y las crisis humanitarias mantienen a las mujeres y las niñas al margen del progreso, incluidos los derechos de acceso a los alimentos, la educación, la seguridad y la salud en medio del colapso económico y social. Los años de guerra en lugares como Yemen y Siria también han diezmado los hospitales y deteriorado los sistemas de sanitarios, lo que ha hecho que las personas —en especial las mujeres, las niñas y los niños— que dependen de la ayuda humanitaria en países afectados por los conflictos corran un mayor riesgo inmediato de sufrir el COVID-19. Antes de la pandemia, las tasas de mortalidad materna eran ya alarmantemente elevadas, con 300 muertes por cada 100 000 nacidos vivos o más en la mitad de los países afectados por crisis o conflictos, de acuerdo con los últimos datos disponibles. La carga adicional del sector sanitario en estos contextos aumentará probablemente la mortalidad materna. Se debe prestar especial atención a las necesidades específicas de las mujeres y las niñas desplazadas y refugiadas. En los campos de personas refugiadas, por ejemplo, en los que las condiciones de espacio limitado hacen que el distanciamiento social sea todo un reto, las mujeres y las niñas están más expuestas a sufrir violencia de género al desarrollar prácticas higiénicas en las letrinas o los lugares de distribución de agua. Las mujeres deben formar parte de la solución: como han demostrado las pruebas, cuando se incluye a las mujeres, los acuerdos de paz tienen más probabilidades de perdurar. Sin embargo, a menudo se las excluye de las mesas de paz y sus necesidades y preocupaciones únicas se pasan por alto. En 2019, sólo el 26% de los acuerdos de paz firmados incluía disposiciones de género. En un mundo afligido por el COVID-19, es imposible permitirse acuerdos de paz que se desbaraten rápidamente.
En todo el mundo, las personas migrantes son la columna vertebral de los sistemas de salud y las economías emergentes —como doctoras/doctores, enfermeras/enfermeros, personal científico y de investigación, emprendedoras/emprendedores, personal esencial, etc.— y se encuentran en primera línea de respuesta ante el COVID-19. Las trabajadoras migrantes, que ya lidian con formas de desigualdad y discriminación interrelacionadas, sufren las restricciones específicas de género de las políticas de migración, pueden tener un acceso limitado a servicios sanitarios básicos sensibles a cuestiones culturales en diferentes idiomas y tienen más probabilidades de sufrir abusos y explotación económica y sexual con medidas de movimiento más estrictas, tanto dentro de los países como en las fronteras. Asimismo, las trabajadoras migrantes tienen más probabilidades de conseguir empleos inseguros en la economía informal, en especial en trabajos esenciales de baja remuneración como trabajadoras domésticas, limpiadoras y lavanderas. Por lo general, al quedar excluidas de las protecciones sociales y los sistemas de seguros, se restringe o impide su acceso a la atención sanitaria y se produce una pérdida de beneficios de los ingresos y demás redes de seguridad socioeconómicas. Para muchas de los 8,5 millones de trabajadoras domésticas migrantes, la pandemia ha supuesto la pérdida de sus ingresos y trabajos, a menudo acompañada de la desatención de su bienestar, salud y seguridad. La recesión económica ha provocado que las trabajadoras migrantes envíen menos dinero, un sustento para las familias y comunidades de sus países de origen, en especial durante épocas de crisis.